viernes, 6 de agosto de 2010

Las raíces históricas de nuestra pastoral

Mirando algo de la historia de la Iglesia podemos reforzar nuestra misión cristiana frente a los hermanos enfermos. Desde la primera comunidad de Jerusalén, hasta nuestra época, la Iglesia se ha preocupado especialmente de ellos. Durante los tres primeros siglos, marcados por una situación de persecución permanente e ilegalidad, los cristianos no podían tener instituciones públicas para la asistencia a los enfermos. Esas instituciones tampoco existían en la sociedad imperial que no organizó establecimientos hospitalarios al margen de la asistencia prestada a los soldados heridos o enfermos. Se consideraba esta actividad como despreciable, propia de esclavos. Pero, en oposición a filosofías despreciativas en relación con el cuerpo (“El cuerpo, cárcel del alma”, Platón), la fe cristiana con Tertuliano (160-220) afirmará su dignidad: “la carne es el gozne de la salvación”. Más tarde, santo Tomás de Aquino dirá que la gracia edifica sobre la naturaleza, la sana, la eleva y la perfecciona, pero nunca prescinde de ella.
San Camilo de Lelis

En una primera etapa, a pesar de las persecuciones, los cristianos organizaron de un modo eficaz la asistencia individualizada a los pobres y enfermos a domicilio. San Justino (100-165) comenta que en los domingos hacían colectas para ellos. El obispo era el primer responsable de la atención a los pobres y enfermos en cada comunidad. Gracias a él y a los diáconos y diaconisas, y más tarde a las vírgenes consagradas, aparece, por primera vez en el mundo, una organización caritativa totalmente desinteresada al servicio de los pobres y enfermos. Ejemplo brillante es el diácono san Lorenzo. Antes de administrar el bautismo a los catecúmenos se les preguntaba por su atención a los enfermos, condición indispensable para aceptarlos en el seno de la comunidad: “¿Han honrado a las viudas? ¿Han visitado a los enfermos? ¿Han hecho toda suerte de obras buenas?”. San Cipriano (258) consideraba las acciones cristianas como «Las obras de nuestra justicia y de nuestra misericordia». Evangelización y diakonía eran inseparables.
En las primeras comunidades no faltaban los médicos cristianos. San Lucas evangelista era médico (Cfr. Col. 4, 14). Alejandro el Frigio y Zenobio fueron médicos y mártires. Los santos Cosme y Damián fueron también médicos martirizados, llamados «anárgiros» (sin dinero) porque no cobraban por sus servicios. Teodoro de Laodicea fue obispo y médico, según el testimonio de Eusebio de Cesarea. En torno al año 350, San Basilio el Magno de Cesarea dirige palabras de elogio a su médico Eustacio (Cfr. Epist. 189 Nº 1).
Esta solicitud cristiana hacia los enfermos causó admiración entre los paganos. Maravillosa fue la actuación de los cristianos en la peste de Corinto, año 250. El mismo Juliano el Apóstata (331-363) incitaba a los sacerdotes paganos a «tener el mismo celo que tienen los impíos galileos».
A partir del edicto de Milán, promulgado por los emperadores Constantino y Magencio (313), la Iglesia ya pudo crear instituciones algo especializadas. Con la aparición de los monasterios urbanos surgen las primeras casas de la caridad para el cuidado de enfermos y pobres: nosocomios, para los enfermos; gerontocomios, para los ancianos; xenodoquios, para los peregrinos; orfanatos, para huérfanos. La madre del emperador Constantino, santa Elena, erigió los primeros hospitales bajo el signo del cristianismo. San Efrén (337) fundó en Edesa uno para apestados. San Juan Crisóstomo (407) informa de otro para leprosos cerca de Constantinopla. En Roma
se fundaron a principios del siglo V varios hospitales regentados por
dirigidos espirituales de san Jerónimo: el del patricio Panmaquio; el de
santa Paula y su hija Eustaquia; el de Fabiola (400), hospital dividido en
sectores según las distintas clases de enfermos. Se asume la medicina
de su época, la griega, valorando mucho los textos del Corpus Hipocraticum
(460-370 aC.), por su alto imperativo de la responsabilidad. En
el 325, el concilio de Nicea recomienda a los obispos la creación de un
hospital en cada ciudad. Los emperadores bizantinos desde Justiniano
(530) favorecieron esta iniciativa. El primer hospital de peregrinos del
que se tiene conocimiento fue construido por el obispo Eustacio de Sebaste
(365), acogiendo en el a enfermos y leprosos. Fue san Basilio, el
gran legislador del monacato oriental, quien confió por primera vez a
los monjes un cometido sanitario. Funda el 3-9-374, junto a su monasterio
de Cesarea de Capadocia, un hospital bajo la advocación de san
Lázaro, para atender especialmente a los leprosos Su hermana Macrina
creó otro.
Mirando lo más genuino de nuestra tradición cristiana sentimos
que existe un imperativo de misericordia que se debe mantener en el
tiempo. Esto significa que la sensibilidad ante el dolor ajeno debe permanecer
como signo distintivo de los cristianos. Los hospitales son espacios
donde mejor se puede trasparentar esta actitud de misericordia.
Junto a la eficiencia profesional, es indispensable irradiar el espíritu
cristiano de misericordia.

El buen samaritano

“ «Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión; y, acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y dijo: «Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva.» ¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?» El dijo: «El que practicó la misericordia con él.» Díjole Jesús: «Vete y haz tú lo mismo.»” (Lc 10, 33-37)

  • Jesús muestra cómo debe ser nuestra actitud ante los hermanos que sufren.
  • Nos invita a hacer lo mismo que el buen samaritano.
  • La misericordia debe ser un distintivo perceptible de la presencia de la Iglesia en cualquier ambiente. Mucho más aún donde se está en permanente contacto con el dolor.