viernes, 1 de abril de 2011

A la luz del misterio pascual



Nos preparamos para celebrar la Semana Santa. Contemplando el misterio pascual encontramos respuesta a los grandes interrogantes existenciales de nuestra vida. Debido a que por nuestro trabajo con los enfermos estamos en permanente contacto con el dolor humano, necesitamos reforzar una y otra vez nuestra fe. La experiencia del dolor y del sufrimiento es una experiencia universal e inevitable, pero no siempre es bien comprendida por la generalidad de los hombres. Incluso, a lo largo de la historia, para los grandes pensadores ha sido siempre un tema desconcertante porque contradice frontalmente los anhelos más profundos del alma humana. En lo más hondo del corazón anhelamos una felicidad que percibimos en términos de amor, paz, bienestar  y seguridad. Por esa razón, cuando el dolor irrumpe en nuestra vida aparece como una contradicción incomprensible que tiende a desconcertarnos y angustiarnos. Nos damos cuenta que también a nosotros, que somos creyentes y estamos dispuestos a aceptar la voluntad de nuestro Padre, el dolor nos hace daño porque rompe la armonía de nuestra existencia y necesitamos asumirlo para que nos haga crecer espiritualmente.

Mirando la historia universal constatamos que muchas personas que han tenido una experiencia de dolor extremo, por ejemplo en las guerras, en los desastres naturales o en las enfermedades catastróficas, han caído en la tentación de negar a Dios, porque les ha resultado imposible conjugar la realidad de un Dios bueno con la situación traumática que han vivido. Muchas personas viven hoy día esta realidad en medio de terremotos, sunamis y guerras fratricidas. También podría pasarnos eso a nosotros cuando experimentamos una prueba demasiado dolorosa, nos preguntamos, por eso, cómo asumir el dolor y cómo crecer a través de él.

Como creyentes estamos conscientes de que al examinar el dolor a la luz de la pura razón natural se presenta como algo absurdo y contradictorio, porque en sí mismo es una cierta participación en la muerte de quienes estamos íntimamente orientados a la felicidad. La fe viene a corroborar esta reflexión diciéndonos que el hombre fue creado para participar de la vida y la felicidad del Creador. La revelación nos agrega que siendo creados libres, a imagen de Dios, debíamos optar libremente por Él. Nos enseña también que el dolor no lo mandó Dios, - no es, como muchos piensan un “castigo de Dios” - sino que es consecuencia de la rebelión del hombre frente a Él. Su origen es el pecado, como un mal uso de la libertad. El pecado significó para toda la humanidad una ruptura con la fuente misma de la vida y originó la muerte. No es de extrañar, entonces, que esa rebeldía tenga una relación causal con todas las formas de muerte y de dolor que experimentamos. Sin embargo, a la luz de esa misma revelación descubrimos su sentido positivo. Sin abolir la libertad, la acción misericordiosa de Dios ofrece en Cristo una redención del sufrimiento transformándolo en camino de redención y de vida plena. Él redime el dolor, pero para alcanzar esa meta de comunión y felicidad es preciso que hagamos un buen uso de la libertad adhiriéndonos a Cristo. En ese contexto, el dolor, que fue fruto del pecado y del alejamiento de Dios y de la felicidad, se transforma, a través del Jesucristo, en camino de reencuentro. Así adquiere sentido. En los momentos en que experimentamos el drama del dolor en forma más aguda es necesario reafirmar nuestra fe en que Dios no manda el sufrimiento sino que en Cristo lo redime, por esa razón, como creyentes aunque sufrimos, asumimos esa realidad con paz interior y esperanza.
A la luz de la fe, el dolor y el sufrimiento adquieren una doble finalidad ante nuestros ojos: están orientados a la restauración de la imagen perfecta de hombre según el plan de Dios, purificándolo y liberándolo de las huellas del pecado y, junto con eso, se orientan a plasmar nuestra identificación con Cristo, por la participación en su pascua, para cooperar con Él en su misión redentora.
Ese contexto básico nos ayuda a asumir de una manera positiva la experiencia desconcertante y aflictiva del dolor. Teniendo presente que lo que está en juego, en último término, es la realización del proyecto del Creador, que hizo al hombre a su imagen, descubre el sentido del dolor en el contexto del máximo valor y dignidad que el mismo Creador le concedió: su libertad, su capacidad de amar y de ser solidario hasta llegar a la plena comunión con los hermanos y con el mismo Dios. Los creyentes asumimos el dolor en Cristo para cooperar en la redención. Pasa a ser camino hacia la plenitud de la vida y hacia la felicidad plena.
El sentido místico del dolor lo descubrimos en la participación en la vida de Cristo y en el aporte personal como discípulos a la redención. La auténtica adhesión a Cristo nos lleva a repetir con san Pablo: “vivo yo, más no yo, es Cristo quien vive en mí” (Ga 2. 18) y, desde esa certeza puede agregar “ahora me alegro por los padecimientos que soporto por ustedes, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia,” Col 1,24 El telón de fondo y la llave maestra para asumir digna y positivamente el sufrimiento es el amor que nos hace solidarios con Cristo y con los hermanos. El cristiano se identifica con su Señor, quiere participar libremente de su vida y asumir su parte en la cruz para cooperar en su misión redentora. El sufrimiento aceptado y ofrecido en Cristo es fuente de vida.

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