Estamos conscientes de que la
devoción a la Santísima Virgen María representa un factor potente para la vitalidad
de la Iglesia en nuestra Patria. La Pastoral Hospitalaria, como todas las
pastorales, no puede sentirse ajena al esfuerzo de renovación y purificación
que está haciendo la Iglesia en la etapa difícil por la está pasando. Por esa
razón, siendo tan importante la piedad mariana en la vida de los fieles, es
importante que, como Pastoral, reflexionemos acerca de su función renovadora y
de las condiciones que debe cumplir para contribuir fecundamente a la
renovación de la Iglesia.
La Iglesia nos enseña que la piedad
mariana juega un rol fundamental en el cultivo de la vitalidad de la Iglesia
siempre que cumpla con dos condiciones básicas: que tenga un claro sello
cristológico y una marcada impronta trinitaria. Esto significa que una devoción
a María que la vea sólo como “la Madre del pan”, esto es, la persona milagrosa
a la que se recurre para pedir favores, desvirtuaría su verdadero sentido. A
ella la vemos siempre junto a Cristo en la realización del plan de redención. Desde
el comienzo de la Iglesia María está llamada a ser educadora del cristiano. A
ella corresponde formar a Cristo en el corazón de cada discípulo, impulsando así
a una actitud filial frente al Padre y a una apertura del corazón ante la
acción del Espíritu Santo. La dimensión trinitaria debe estar presente en
cualquier manifestación de una auténtica devoción a María en el sentido del
Evangelio. Cuando Benedicto XVI se queja
de que en la Iglesia se nos han ido acumulando muchas cosas superfluas,
en gran medida se refiere a las deformaciones que se han producido en el culto
a María. Él no está rechazando el uso de imágenes, rosarios, escapularios, etc.,
sino al hecho de que esas formas populares de devoción distraigan de lo
esencial que es formar a Cristo en el corazón de cada discípulo. Los rasgos
mágicos o puramente pedigüeños de la piedad mariana la desvirtúan.
En el esfuerzo de renovación y
purificación de la Iglesia, María, la Educadora de la fe, debe ser considerada
como la Gran Misionera, la Portadora de Cristo y el Modelo perfecto del
discípulo. Ella, como ya comenzara a hacerlo en las bodas de Caná, nos sigue
invitando al seguimiento de Cristo: “Hagan
lo que él les diga”.
En la reflexión que ha surgido a partir
del Concilio Vaticano II, se ha llegado a la conclusión de que en la formación
cristiana de nuestros pueblos latinoamericanos se ha mostrado, ciertamente, a
María en toda su grandeza, pero el lado débil de esa formación ha sido no
insistir suficientemente en la relación de María con Cristo y con la Iglesia. Eso
hace que muchas veces la piedad mariana popular aparezca sentimental, ocasional
y unilateral. Siendo así no contribuye, como debería, a la transformación del
hombre y de la sociedad. Una auténtica piedad mariana conduce a la Santísima
Trinidad y orienta al descubrimiento y encarnación de la verdadera imagen del
hombre, ayudándole a conquistar su plena dignidad. A cultivar ese tipo de
devoción mariana nos invita la Iglesia en este momento.