miércoles, 6 de octubre de 2010

Chile una mesa para todos

Al iniciarse el tercer milenio de la venida de Cristo al mundo, Juan Pablo II planteó a toda la Iglesia un programa de amplio alcance. En su encíclica Tertio Milennio Adveniente lo formuló diciendo “Hacer de la Iglesia casa y escuela de comunión”. Ese programa era respuesta a una doble exigencia: A la fidelidad a la propia misión de la Iglesia y a la necesidad de responder a los anhelos profundos del hombre actual. La Iglesia chilena a partir de Aparecida está buscando los caminos para llevar a la práctica esa orientación del Santo Padre que, en último análisis es un llamado a cultivar seriamente la “Espiritualidad de Comunión”.

Para abordar adecuadamente el tema, de modo que se entienda exactamente qué es lo que se nos está pidiendo en este momento como miembros de la Iglesia, conviene comenzar por esclarecer qué se entiende por espiritualidad. Estamos hablando de aquella fuerza espiritual que partiendo de las grandes verdades de la revelación capta el mundo subjetivo y los anhelos profundos de las personas, influyendo y dinamizando su estilo de vida cotidiano. El componente racional se encuentra en el acervo de verdades de la fe reveladas por Jesucristo y no en apreciaciones puramente subjetivas. La dinámica que impulsa la vida proviene de la captación pedagógica de la subjetividad de las personas al responder a sus anhelos existenciales. Significa, por lo tanto, que la espiritualidad toca el corazón de las personas y no se queda sólo en una elucubración intelectual. La influencia dinamizadora de la vida cristiana será el barómetro que permita evaluar la autenticidad de una espiritualidad. Las formas de expresión muestran que no se queda sólo en puros conocimientos o anhelos, sino que toma forma en la vida cotidiana. Una auténtica espiritualidad cristiana impulsa a la santidad.

No se puede impulsar una auténtica espiritualidad cristiana sin una íntima y clara profundización de las grandes verdades de la revelación que nos han llegado a través de Jesucristo. Es importante, por eso, analizar cuidadosamente aquellas verdades de la revelación que invitan a vivir en comunión y le dan sentido a los esfuerzos y renuncias que exige su cultivo. La primera verdad de fe que invita a la comunión es que fuimos creados a imagen y semejanza de un Dios que es una Comunión de tres Personas distintas. La fidelidad al origen y al modelo exige reflejar a la Santísima Trinidad viviendo en una comunión de amor con Dios y con los hombres. Es el primer referente y lo que le da coherencia al proyecto humano. La segunda verdad fundamental proviene de la orientación del Señor nos dio como objetivo y como signo distintivo el amor fraterno. En la oración sacerdotal al final de la Última Cena ora diciendo:"Que sean uno como Tú y Yo somos uno” y ya antes había puesto el amor fraterno como signo distintivo de sus discípulos: "En esto conocerán que son mis discípulos, en que se aman unos a otros”. Teniendo ese telón de fondo, en el Concilio Vaticano II se reformuló la identidad de la Iglesia diciendo: “La Iglesia es en Cristo, sacramento e instrumento de unidad de los hombres con Dios y de todo el género humano”. Esto significa que el Señor nos proyecto como signo e instrumento de unidad con Dios y con todo el género humano.

Los esfuerzos que significa cultivar la espiritualidad de comunión deben tener objetivos fácilmente comprensibles y claros. De los muchos componentes que tiene una espiritualidad de comunión, JuanPablo II destacó cinco aspectos claves: Requiere un cambio en la mirada, hay que cultivar una mirada cordial o del corazón que ve a la persona y la ve benevolentemente. No busca instrumentalizar ni sacarprovecho de ella. Acoge a la persona. No es puramente funcional. Requiere del cultivo de una sensibilidad que permita sentir al hermano como un regalo de Dios para él. Hace suyas sus necesidades, penas,alegrías y sinsabores. Requiere del cultivo de la capacidad para descubrir en los hermanos la huella de Dios en todo lo positivo que hay en ellos. Pasa por encima de las miserias y se detiene en lo bueno que hay en cada uno. Requiere de un esfuerzo consciente por dar un espacio al hermano aceptando su originalidad y misión, escuchándolo y compartiendo con él, atendiendo a sus anhelos y necesidades. No excluye ni margina, no ignora ni desvaloriza sino que le ayuda a crecer, a realizar originalmente y a cumplir su misión. Requiere esforzarse por hacer de esta espiritualidad el principio educativo de todas las comunidades cristianas. Esto significa que dentro de las múltiples metas que puede tener una comunidad cristiana, el cultivo de la comunión debe ser la más fundamental.

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